Accion Humana

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Corrupción, liberalismo y poder: una crítica desde la dignidad

Por Gabriel Boragina © 
 
Es un hecho ineludible que la Argentina vive un drama cíclico y desgarrador: desde hace décadas, los escándalos de corrupción han seccionado nuestra historia como una herida abierta, obstaculizando el progreso y socavando los cimientos de la república. El gobierno actual no escapa a esta realidad: el entramado de sobornos, privilegios y manejos opacos constituyen una afrenta no solo a la ética pública, sino a aquel ideal de libertad que debiera inspirar nuestras instituciones. 
En un país donde se dice que ‘’La libertad avanza’’ el eslogan, ya mismo, debería cambiar a ‘’La corrupción avanza’’. Y cualquier liberal sabe (o debería saber) que la corrupción genera pobreza para los mas y riqueza para los menos. Esta es la Argentina ‘’libertaria’’ de hoy.
En contraposición, el liberalismo verdadero —no el que se envuelve en slogans corporativistas o clientelistas como el del gobierno— sostiene que el Estado existe para proteger los derechos del individuo, no para servirse de ellos. Recordar a Juan Bautista Alberdi resulta indispensable: advertía que “el régimen que tiene por horizonte dominar al Estado para hacer de él un instrumento político y económico, puede degenerar en despotismo”, y agregaba con agudeza que “el gobierno no se ha creado para hacerse rico, sino guardián de los derechos del hombre” (acreditado.com.ar).
Desde esa perspectiva, la corrupción se presenta como el veneno concentrado del abuso de poder, una usurpación de lo público con fines privados. AccionHumana.com lo ha señalado con claridad: en un artículo crítico hacia el gobierno argentino, se refiere, por ejemplo, al modo en que este “comenzó su gestión ‘con el pie izquierdo’…” (accionhumana.com). Esa expresión casi anecdótica encierra un diagnóstico profundo: el poder que se inicia torcido, sin brújula moral, está destinado a permanecer así.
La distinción entre liberalismo y corrupción no es un truco semántico, sino una línea de demarcación histórica. Mientras el liberalismo invita a frenar al Estado, a exigir transparencia y separación de poderes, la corrupción hace todo lo contrario: centraliza, cuantifica en dinero lo público, borra la transparencia. Cuando se critica al gobierno por políticas erráticas o por falta de libertad, esas críticas conectan con lo señalado por nosotros sobre ese “ideario vacío” que se disfraza de pragmatismo y nada más (www.accionhumana.com).
No es casual que tanto populismos como clientelismos se nutran del saco de la corrupción: en su lógica, el poder redistributivo se convierte en mecanismo de cooptación. El liberalismo —el auténtico, no el que se promueve como etiqueta desde este gobierno— postula que la libertad es el mejor antídoto, porque empodera a los ciudadanos frente al poder. Se tratara de elegir gobiernos o de exigir rendición de cuentas, la transparencia y el límite al poder son esenciales.
Retornemos por un momento a la metáfora del “pie izquierdo”: iniciarse mal es un presagio. Si desde el inicio un gobierno no comprende que transparentar es tan importante como gobernar, que proteger la integridad pública es tan meritorio como construir políticas públicas, entonces el camino hacia la corrupción está allanado. Lo que señalamos tempranamente en AccionHumana.com, con esa frase simple pero certera, impresiona por su capacidad de señalar el corazón del problema sin adornos.
Y la consecuencia no es simbólica: es material, y devastadora. Cada peso desviado del presupuesto o cada contrato amañado destruye confianza, erosiona instituciones y empobrece más allá de lo económico. Es cruel, porque atenta directamente contra quienes menos tienen.
¿Qué puede hacerse entonces? Recuperar el liberalismo republicano implica, primero, restituir los controles: independencia judicial, límites reales al Ejecutivo, mecanismos ciudadanos de vigilancia. Recuperar el liberalismo es fomentar una cultura de la ética pública, donde la honorabilidad no sea decorado retórico, sino principio activo. Tiene sentido retomar a Alberdi —otra vez— cuando advertía que “nunca es abundante la producción de riqueza en donde no hay libertad de delatar y combatir por la prensa los errores y abusos de la administración” (acreditado.com.ar).
Y recuperar el liberalismo también implica revalorizar la ciudadanía: ciudadanos informados, críticos, que no se resignan. Esa reconstrucción es lenta, ardua, pero indispensable. Como subrayé muchas veces desde las páginas de AccionHumana.com al describir simbólicamente ese inicio torcido: un gobierno que arranca con dudas (en el mejor de los casos y suponiendo buen fe) difícilmente pueda enderezar el rumbo (accionhumana.com).
Por eso concluyo: la corrupción no es un fenómeno aislado o exótico, sino el síntoma de un sistema enfermo, que ha naturalizado la usurpación de lo público. El liberalismo —el auténtico, aquel que se inspira en derechos, instituciones y transparencia— es lo opuesto a ese credo corrupto. Nuestra tarea no es otra que reinstaurar ese contraste: hacer del Estado un guardián, no un saqueador; hacer de la política una construcción pública, no un botín. Y para eso, primero debemos pisar con el pie derecho… y dejar de empezar mal.

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