Por Gabriel Boragina ©
‘’Cada persona intenta prever las prioridades de otros -y no las propias- para tener éxito. Quien quiera hacer fortuna, quizás tenga que confeccionar una ropa que jamás usaría él mismo o producir un tipo de comida que no le guste. Además, la calidad de los bienes y servicios que ofrece deberá ser a la medida del presupuesto de sus clientes, no del suyo’’[1]
Esta realidad se ha calificado como la de la soberanía del consumidor. Algunos autores han criticado el término soberanía por considerarlo exclusivo de uso político, pero podemos soslayar tal crítica si tenemos en cuenta que el DRAE remite a la palabra soberano que define así:
soberano,[2] na. Del b. lat. superanus, der. de super 'sobre, encima'.
1. adj. Que ejerce o posee la autoridad suprema e independiente. Apl. a pers., u. t. c. s.
2. adj. Muy grande, elevado o extraordinario.
Se quiere decir que, en un campo que no es político sino mercantil, es el consumidor el director del proceso de producción y no (como enseñan las escuelas políticas y económicas dirigistas) el empresario.
‘’Quien tenga más éxito enriqueciendo a otros aumentará más su fortuna. ¿Habrá alguna otra forma mejor de inducir a todos -los buenos y los no tan buenos a que dediquen su ingenio, esfuerzo y recursos a lograr que todos los demás vivan mejor; es decir, a que sean más ricos o menos pobres?’’[3]
Los políticos y mucha gente se preguntan lo mismo diariamente, y no han sido pocos los que han elucubrado diversas teorías que supuestamente serian superadoras del sistema de economía de mercado. La más conocida y la más ensayada en el mundo desde su primera exposición ha sido la de Karl Marx.
Sus resultados, a lo largo del siglo XX, han sido devastadores: dos terribles guerras mundiales y los experimentos más tremendos de masacres en las dictaduras comunistas que asolaron vastas regiones del mundo, como Europa oriental, Unión Soviética, China, Corea, y en América, Cuba y la desgraciada Venezuela chavista.
‘’Desde esta perspectiva, podemos apreciar un efecto de los impuestos que no se basan en una sola tasa, sino en tasas escalonadas, progresivas, diseñadas a su vez para tomar una mayor proporción de los ingresos de aquellos que más enriquecen a otros. 26 ‘’[4]
Los impuestos progresivos son los más populares entre los gobiernos del mundo porque son los que más les permiten recaudar. Pero al mismo tiempo son los que más rápidamente empobrecen a las naciones donde se los aplica, por su alta regresividad sobre la acumulación de capital y -por consiguiente- los ingresos en términos reales. Terminan destruyendo cualquier economía, porque en tanto la ganancia aumenta en proporción aritmética la alícuota del impuesto progresivo lo hace en proporción geométrica.
‘’La llamada ley de las consecuencias no intencionadas nos confirma cómo, sin querer, surgen incentivos perversos que causan a todos pérdidas no previstas. También nos permite apreciar cómo los más productivos, que podrían ofrecer el mayor beneficio a los demás en sus intercambios, son desalentados por los impuestos, que aumentan de manera progresiva’’[5]
Es cierto que la mayoría a de las veces opera esta ley cuando este tipo de impuestos se implanta por gobiernos ignorantes en materia económica. Pero a esta altura de la historia fiscal de las naciones se lo ha hecho tantas veces que luce bastante difícil sugerir -y menos aún concluir- que los efectos malsanos de este impuesto sean fruto de la ley de las consecuencias no deseadas o no intencionadas.
Tengo la convicción que la mayoría de los políticos han aprendido la lección de lo nocivo de los impuestos para los que menos tienen, pero -con todo- no dudan en aumentarlos para su propio beneficio cuando están en el poder.
‘’En consecuencia, la progresividad perjudica a los demás, que pudiendo haber obtenido un beneficio mayor, se ven condenados a decidirse por la siguiente mejor opción, perdiendo así la diferencia con su opción más enriquecedora.’’[6]
El impuesto progresivo consume capital (aunque no se lo aplique al capital en principio). Menor capital significará -acto seguido- reducción de inversiones. Menos inversiones conducirá a más baja contratación de mano de obra -por consiguiente- disminución de puestos de trabajo, de donde con salarios más reducidos, habrá baja de poder de compra de esos salarios y -de allí- menores consumos. De esta manera, el impuesto progresivo lesiona más severamente a los que más necesitan trabajar y consumir. [7]
‘’Como consumidores, con nuestro dinero votamos por aquellos que nos enriquecen más y en ese proceso determinamos a quiénes hacemos más ricos. ¿Corresponde al Gobierno impedir o bloquear nuestros votos? ¿Podrá existir un sistema más democrático? Es en este sentido tan realista como la competencia enriquece a todos’’[8]
Se trata de lo que L. v. Mises denominó la democracia del mercado, anterior incluso y modelo de la democracia política que tanto se admira y con la cual casi nadie la vincula.
El sistema capitalista resulta pues –y para sorpresa de muchos- el más genuino de los procesos democráticos. Cada centavo que el consumidor gasta en la compra de algo, es un voto a favor de aquel a quien se lo adquiere. Pero esto se cumple cuando el comprador es libre de hacerlo al proveedor de su agrado. Si este comerciante, industrial, empresario, etc. se ve impedido o restringido de ofertar sus artículos en el mercado porque se les aplica algún impuesto que artificialmente los encarece, se altera la señal que, a través del precio, se le envía a los consumidores, y estos desviarán sus consumos hacia otros (a quienes no hubieran elegido de no haber el gobierno trastornado el indicador monetario).
[1] Manuel F. Ayau Cordón Un juego que no suma cero La lógica del intercambio y los derechos de propiedad Biblioteca Ludwig von Mises. Universidad Francisco Marroquín. Edición. ISBN: 99922-50-03-8. Centro de Estudios Económico-Sociales. Impreso en Guatemala. Pág. 43
[3] Ayau Cordón M. F. Un juego que…ibídem pág. 43
[4] Ayau Cordón M. F. Un juego que…ibídem pág. 44
[5] Ayau Cordón M. F. Un juego que…ibídem pág. 44
[6] Ayau Cordón M. F. Un juego que…ibídem pág. 44
[8] Ayau Cordón M. F. Un juego que…ibídem pág. 44