Por Gabriel Boragina ©
Aquellos que se ilusionan pensando y tratando de convencer a otros de que los cambios sociales se operan a través de la política o la economía (o la justicia, en algunos casos) o a la inversa, están condenados a decepcionarse una y otra vez ya que, sin darse cuenta, insisten en poner ''el carro delante del caballo''.
Hemos reiterado y lo seguiremos haciendo que la condición previa a cualquier cambio social viene dada por el plafón cultural existente en el lugar y época de que se trate.
Al respecto han sido muy claros pensadores como Ludwig von Mises, Friedrich A. von Hayek y -en general- los autores que se reúnen bajo la denominación de Escuela Austríaca de Economía, que pese a centrarse en la economía, tuvieron una visión integral de las relaciones sociales que excedía (y en mucho) a lo meramente económico.
Y en este punto la educación es clave para comprender como opera el cambio cultural que dará, al fin de cuentas, como consecuencia con un cambio de valores.
Por educación entendemos tanto la denominada formal como la informal. Y en este sentido, el individuo está permanentemente educándose por distintas vías y medios (comenzando por la familia y siguiendo por la escuela, compañeros de estudios, amigos, luego compañeros de trabajo y -por último- por cada ser humano que, sea en un campo o en otro, llegue a interactuar con él, lo que incluye desde luego las lecturas que haga a lo largo de su vida en el caso de los amantes de las letras.
Es importante entender que, al contrario de lo que mucha gente piensa, los cambios culturales no son deliberados, ni tampoco instantáneos. Como se ha esforzado por explicar F. A. von Hayek, son evolutivos, no pueden ser provocados sino que son espontáneos. En aquellos periodos de la historia y lugares donde se pretendió desconocer esta realidad los pretensos cambios culturales premeditados fracasaron estrepitosamente y, muchas veces, de la peor manera. La historia del socialismo, del comunismo y sus derivados: el fascismo y el nazismo son claros ejemplo de lo dicho. Dos guerras mundiales durante el siglo XX han sido el resultado más vivido, palpable y terrible de lo que, también Hayek, acertó en denominar la fatal arrogancia de la pretensión socialista.
Los cambios culturales intencionados conducen más tarde o más temprano a la dictadura, ya sea de derecha o de izquierda. No importa la denominación convencional que se le quiera dar según se encuentre ubicado cada uno.
La síntesis de los anteriores colectivismos está representada, hoy en día, por los populismos de los que tanto nos hemos ocupado. El colectivismo populista es el mal de nuestro tiempo, no sólo en la región sino en el mundo.
Agravado quizás porque este colectivismo populista tiene la arrogancia de pretender que su ''líder'' (el único, carismático e indiscutible) puede y debe mágicamente acelerar y provocar el cambio cultural en la dirección deseada por el líder, a quien se le rinde terrenal culto mesiánico. Esta nueva pseudo religión política dota (en el imaginario de sus fieles) a su jefe supremo de cualidades supra humanas que lo hacen ''al elegido por el destino'', ''la divinidad'', o ''las fuerzas del cielo'' (como dicen ahora los colectivistas populistas argentinos) como el ‘’único’’ artífice y capaz de provocar las mutaciones necesarios y convenientes para todos.
En suma, se pone la decisión de todos (la que sólo esos todos pueden tomar individualmente) en las manos y caprichos de una sola persona (el ‘’líder’’). Esto es, ni más ni menos, lo que ocurre hoy en la persona del jefe del partido gobernante argentino, a quien sus sumisos y vergonzantes súbditos rinden humillante y escandalosa pleitesía y rivalizan entre ellos en obsecuencia, en una suerte de denigrante competencia para ver quien se lleva el galardón del mayor demérito frente a su adorado tótem humano.
Pero todo eso es un mito, sólo para disfrazar lo que es, nada más y nada menos, que otra aspiración dictatorial, como tantas que hubo en la historia. Ninguna supuesta o proclamada omnímoda voluntad providencial humana puede operar sin violencia la pretensión de modificar el rumbo de la historia o de un pueblo determinado. Las trasformaciones sociales son evolutivas -como lo explicó Friedrich A. von Hayek- espontáneas y no son susceptibles de ser dirigidas por ningún ''mesías'' humano, aunque se porfíe en darle ese culto y se le atribuyan tales poderes (los que, en realidad, ninguno tiene).
¿Hay señales que denoten el cambio social? Si, desde luego que sí. Pero no en el caso argentino. Cuando se opera un genuino cambio cultural este se revela en múltiples aspectos (familiares, sociales, recreativos, educativos, políticos, económicos, intelectuales, institucionales, etc.) llegan como resultado de ese cambio y no como causa de este. Y recordemos: nunca se deben a ''alguien'' en particular (con nombre y apellido) por mucho que sus fanatizados y obsecuentes súbditos machaquen en lo contrario. Ningún dirigente se puede ''llevar las palmas'' de haber transmutado toda una cultura. Hacerlo es la fatal arrogancia de que habló F. A. von Hayek cuando alguien se atribuye a si mismo u otros le atribuyen a él/ella un cambio del cual no es responsable, sino que aprovecha en su favor.
Si, es posible que personas conocidas de esa sociedad enarbolen las banderas de ese cambio y adhieran al mismo, pero eso no significa que sean sus artífices.
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