Por Gabriel Boragina ©
Cuando las similitudes son más que las diferencias, quiere decir que no estamos frente a un verdadero cambio. Esto es lo que se está viendo en la supuesta Argentina ‘‘libertaria’‘. Es que difícilmente el cambio pueda venir de la mano de un demostrado psicópata rodeado de no menos psicópatas que le profesan pleitesía de la misma manera que sucedió con Kirchner y luego (y más acusadamente) con su mujer.
Estoy convencido que el poder no cambia a las personas sino que las muestra como verdaderamente son. La explicación es simple. En tanto uno se encuentra en el llano social y político debe adaptarse a las normas sociales de convivencia, lo que significa no traspasar ciertos límites y normas sociales que lo hacen aceptable para la convivencia. No tiene ningún control personal y efectivo sobre estas normas. Entonces, debe reprimir sus proclividades atávicas y comprimir sus iras, malos tratos, impulsos violentos, etc. de lo contrario la repulsa social le hará volver a sus carriles y guardar las debidas formas, normas de convivencia y respeto, aun a su pesar y sus inclinaciones en sentido contrario.
Pero cuando ese individuo accede a cuotas de poder cada vez más importantes, sus impulsos primitivos de agresividad van tomando vuelo, dan rienda suelta a sus reacciones retraídas y podrá, en esa medida, imponérselos sobre los demás. Liberará, entonces, en ese momento, tanto lo mejor como lo peor que hay dentro de su ser y lo que estuvo contenido durante el periodo de su permanencia en el llano social y político tenderá a brotar con fuerza y a recargarse, tratando impetuosamente de doblegar a los demás, obligándolos a obedecer todos sus caprichos que mientras ‘‘no era nadie’‘ socialmente debió constreñir y disimular.
Cuanto más tiempo y más fuerza ese impulso estuvo refrenado, con igual o mayor grado de violencia será liberado, todo por obra y gracia del poder recibido.
En esa medida, el poder muestra lo peor de un individuo que, durante su etapa de ciudadano común y anónimo. se vio forzado a cohibir o simular. El poder se vuelve un vehículo que produce y abre las puertas a la liberación de los impulsos reprimidos.
Esto define de alguna manera al poder de todo tipo, de cual el político no es una excepción.
Entonces, cuando vemos al gobernante en acción estamos viendo a la persona tal cual es en la realidad. Pero no sólo eso, sino como fue o deseó serlo durante toda su vida mientras estuvo en el anonimato sin posibilidad de demostrarlo abiertamente .
Todos conocemos casos de personas que socialmente son cordiales y gentiles. Decimos de ellos, cuando nos preguntan, que ‘‘son buenas personas. Amables y simpáticas’‘. Nos sorprendemos y nos choca cuando nos enteramos por vía de comentarios o allegados que, dentro de sus familias resultan ser verdaderos tiranos. La explicación -creo- corre por la misma vía.
En el ámbito familiar las personas son libres de desplegar sus comportamientos y personalidades, hasta cierto punto, como realmente son y asumen posiciones de mando y de obediencia, a veces adoptando naturalmente esas posturas. O aceptándolas resignadamente. Círculos sociales más amplios nos obligan a coartar nuestras conductas familiares habituales. Debemos adaptarnos a las normas sociales que a menudo difieren de las familiares donde tenemos un ámbito de libertad mucho más amplio. Por eso lo que acostumbramos ordinariamente hacer en nuestras casas nos vemos impelidos a no hacer cuando estamos entre amigos, o en una clase en un aula, en una cena o almuerzo social, en el club, en la universidad, en el trabajo, etc.
Ahora bien, una vez que el voto nos da poder político sobre todas esas organizaciones y entornos sociales, al mismo tiempo sentimos que nos da igual libertad para gravar a todos esos círculos que antes de alguna manera vimos como que nos sometían y nos imponían sus reglas, a dominar desde el poder (que ahora tenemos y nos dieron) con nuestras propias reglas. Por eso, todo jefe (de algo o de alguien) tiende a ser un potencial tirano. Y de allí, quizás, que Lord Acton decía con razón, desde su personal perspectiva, que ‘‘El poder tiende a corromper. El poder absoluto corrompe absolutamente.’‘
Pero tal vez sea como conjeturo, que el poder tiende a revelar y el poder absoluto revela absolutamente tal como es la persona que lo recibe y detenta, potencia de dicha manera, sus defectos y sus virtudes en sus respectivas proporciones.
Sentimos que, con el poder en la mano, tenemos la libertad de avasallar mediante nuestras normas y (por carácter transitivo) nuestra verdadera forma de ser, a quienes están por debajo de nuestro poder. Nos sentimos ‘’libres’’ de ser como realmente somos (seamos malvados o magnánimos). Por esta razón la concentración de poder es socialmente letal.
Pero como dijimos antes, el ejercicio del poder muestra lo mejor y lo peor de nosotros. Políticamente sucede lo mismo. Claro que, lo mejor y lo peor no equivale a un cincuenta por ciento de ambos lados. Lo peor puede ser nuestro 90% y lo mejor nuestro 10%. Ese desbalance es frecuente y puede ser notable, en quien más, en quien menos.
Comparativa y políticamente hablando (y por sólo referirnos a los últimos años) el poder mostró lo peor de los gobernantes hasta hoy (con la posible única excepción de Mauricio Macri). Obviamente, esto no influye en los resultados de la gestión, porque aunque un político puede no ser autoritario ni despótico, puede fracasar igual por incompetente técnicamente para la función a la cual fue elegido. Y -por supuesto- se pueden sumar ambas causales: la inhabilidad técnica más el autoritarismo.
La moraleja es que el liberalismo no tiene nada que ver con lo anterior. Al menos, el liberalismo como yo lo entiendo.
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