Por
Gabriel Boragina ©
El sentido de la
lucha política es el poder económico. Esto no implica -desde luego- que se
busque ese poder económico para perjudicar a los gobernados. Muchos políticos
aspirantes a conquistar ese poder están animados por las mejores intenciones,
algunos hasta son patriotas, aman a sus conciudadanos y quieren hacerles bien.
Pero, tanto estos como los pretendientes a tiranizar al pueblo, saben
perfectamente que sin medios económicos no lograrán sus fines, sean benévolos o
malévolos.
En resumidas cuentas,
el poder político se busca siempre por el poder económico, real o potencial,
que este otorga a quien lo conquista.
Puesto que, ayudar a
la gente o lesionarla puede hacerse sin el poder político, es decir, a nivel
individual, el poder político es la única vía que permite conseguir los mismos objetivos
a gran escala, a nivel masivo. Otra diferencia es que, para auxiliar o damnificar
al prójimo desde el llano quien lo busque debe hacerlo con fondos propios, cosa
que también cambia en la órbita política, donde el bien o el mal se hacen
siempre con dinero ajeno. Es decir, obtenido mediante el robo.
Los motivos
personales del político pueden ser diversos. Por ejemplo, para "sacar el
país adelante", "socorrer a los pobres", "dar trabajo"
o clisés similares, que son los que -quienes más quienes menos- utilizan todos
los políticos. Pero -repetimos- todos ellos saben que esos propósitos, sean
sinceros o no, sólo se consiguen gracias al poder económico que el poder
político otorga. Y ese poder económico siempre resulta del manejo del dinero de
los gobernados. Dinero que se adquiere a través de la fuerza de la ley, ley que
se construye, también, desde el poder político. Todo confluye hacia allí.
Necesariamente se
hace siempre -por definición- con dinero ajeno, es decir, de terceros (gobernados)
y no del propio político, porque si la intención fuera de realizarlo con fondos
propios lo hubiera hecho antes, sin aspirar a acceder al poder político y sin
necesidad de esto último. O sea, la intención del político es siempre usar el
dinero de los gobernados, nunca el propio.
La barrera que divide
lo político de lo jurídico es hartamente difusa, como demuestra el hecho de que
las leyes se hacen en el Congreso que es un poder del estado (el poder
legislativo); se ejecutan por medio de la presidencia (que es otro poder el
estado, el ejecutivo); y se juzgan desde los tribunales (que es el poder
judicial). En otros términos, el poder reside en la ley, y se reparte entre
quienes hacen la ley (congreso) quienes la ejecutan (presidente, ministros y
secretarios) y los que la juzgan (tribunales). Pero, nuevamente, para las tres
funciones se necesita otro poder: el económico de terceros particulares. Este
poder de otros, los políticos lo
consiguen solamente desde el gobierno, y es por eso que quieren llegar a
este.
Luego de logrado el
poder político, el económico lo alcanzan a través del poder fiscal, es decir,
la facultad del gobernante de hacer leyes impositivas que les permitan crear,
imponer y cobrar impuestos. Y, en el caso de que el contribuyente se niegue a
pagar, obligarlo -desde luego- por la fuerza de esa misma ley a hacerlo contra
su voluntad. Esa ley tributaria es la llave que le permite a los gobernantes
expoliar a sus súbditos y ponerlos a su merced.
Reiteramos que, los
designios del gobierno al proceder del modo indicado, no en todos los casos son
malintencionados. Claro que, ningún político, excepto un inexperto atolondrado,
confesaría en plena campaña electoral que busca llegar al poder con el sólo propósito
de lucrar para él, su familia, parientes y amigos. Tal nivel de sinceridad
-naturalmente- no la acarrearía demasiados votos. Dado que los políticos
siempre prometen a su electorado transformar su país en "el paraíso sobre
la tierra" en el caso de que le den sus votos y a ellos el triunfo, la
única manera de saber cuáles van a ser sus verdaderas miras es ya puestos en
función de gobernar, y esto permite al observador poner a prueba al ganador y
no a los perdedores.
Ahora bien, más allá
de las verdaderas finalidades de los políticos cuando desean llegar al poder,
lo cierto es que quienes alcanzan al mismo serán -a partir de la toma de
posesión de su cargo- rehenes del sistema legal imperante. Los nuevos
gobernantes no tienen un margen de libre maniobra y actuación tan amplio como
comúnmente la gente acostumbra a pensar. A veces (muchas) el electorado vota
entusiastamente a un partido o un candidato con la aspiración de que, si gana,
cambie todo el orden existente en el país que le toque gobernar. Esta forma de
pensar, si bien muy extendida, es en extremo ingenua por lo dicho recién: el
electo será víctima o rehén del sistema legal que impere en su municipio,
provincia o nación para la que fue elegido.
Esto vale
exclusivamente para los sistemas democráticos en tanto se conserven como tales
(democracias) porque cuando una democracia formal deviene en una tiranía (como,
por ejemplo, la Venezuela de Chávez y Maduro, o el famoso caso anterior de
Hitler en Alemania) al tirano le bastará con barrer el sistema legal encontrado
a su arribo, y reemplazarlo total o parcialmente por otro y… asunto
solucionado.
Con todo, es cierto
que muchos gobernantes de sistemas formalmente democráticos trataron y
seguirán intentando de hacer lo mismo por las vías que las propias
instituciones democráticas tienen previstas para el cambio de legislación.
Pero, precisamente, en estos regímenes las cosas no les resultarán tan fáciles
como en las dictaduras (a menos que ellos mismos decidan convertirse en
dictadores, como lo hicieron los mencionados antes).
El poder económico
real reside en la capacidad de producción de la economía del país de que se
trate. Y este potencial de producción dependerá del capital humano y
tecnológico del que disponga esa sociedad. Y ese es el poder que anhelan
manejar los políticos, con distintas finalidades. Pero -en cualquier caso- ha
de tenerse presente que estarán administrando bienes ajenos, con todo el riesgo
que ello implica para sus verdaderos propietarios (empresarios y consumidores).
La lucha política es por ese poder económico.
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