Por Gabriel Boragina ©
La historia económica y política demuestra que las naciones que han alcanzado niveles sostenidos de desarrollo, institucionalidad y bienestar comparten un denominador común: un orden jurídico confiable que protege los derechos individuales y limita estrictamente el poder del Estado. Esta premisa, central en el pensamiento liberal clásico, sostiene que la libertad individual, la propiedad y el cumplimiento imparcial de la ley no son simples valores filosóficos, sino condiciones innegociables para el progreso de una sociedad. Allí donde la ley se aplica con previsibilidad y neutralidad, florecen la inversión, la innovación, el trabajo productivo y la convivencia pacífica. Allí donde la justicia se deforma, se politiza o pierde credibilidad, el desarrollo se estanca.
El liberalismo, desde sus orígenes teóricos, entiende que la confianza en la justicia es el cimiento de toda construcción institucional sostenible. John Locke ya afirmaba en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil que los hombres acceden a vivir bajo un Estado únicamente para obtener una garantía efectiva de sus derechos naturales, especialmente la vida, la libertad y la propiedad. El Gobierno, para Locke, no es creador de derechos, sino protector de ellos. Si ese pacto se quiebra —por arbitrariedad, corrupción o abuso estatal— la sociedad pierde su fundamento político y los ciudadanos, inevitablemente, retraen su participación productiva o buscan protegerse al margen del sistema.
Friedrich A. Hayek profundizó esta idea al señalar que la libertad individual solo puede prosperar si existe un orden jurídico que limite la discrecionalidad estatal. En Camino de servidumbre, Hayek advierte que sin reglas claras y estables, que se apliquen por igual a gobernantes y gobernados, la economía se convierte en terreno fértil para la concentración de poder, la planificación coercitiva y, en última instancia, la servidumbre de los ciudadanos. La incertidumbre jurídica —producto de regulaciones arbitrarias, cambios improvisados en las normas o decisiones judiciales manipuladas— actúa como una señal negativa que disuade el ahorro, la inversión y el emprendimiento.
Robert Nozick, desde una perspectiva más contemporánea, también refuerza esta visión al sostener en Anarquía, Estado y utopía que la única función legítima del Estado es la protección contra la fuerza, el fraude y el incumplimiento de contratos. Todo avance más allá de esa función compromete la libertad individual y, por lo tanto, debilita la dinámica social que genera prosperidad.
La relación entre justicia confiable y desarrollo económico no es solo teórica. La evidencia empírica muestra que los países con mayor respeto por la propiedad privada y el cumplimiento de la ley son consistentemente aquellos con mejores indicadores de ingreso per cápita, innovación, inversión extranjera directa y movilidad social. La razón es sencilla: nadie arriesga su capital, su tiempo o su talento en una sociedad donde el fruto de su esfuerzo puede ser arrebatado sin consecuencias. Por el contrario, cuando las reglas son estables y se cumplen, los individuos dan ese paso adicional que permite hacer crecer la economía: invierten, contratan, inventan, producen.
Juan Bautista Alberdi, en el caso argentino, dejó expresado en Sistema económico y rentístico que la riqueza nacional no surge de la acción del Estado, sino de la libertad civil garantizada por la Constitución. La función del Estado —remarcaba Alberdi— es asegurar el orden jurídico que resguarde la propiedad privada, la libertad de industria, el comercio y el trabajo. Cuando este marco se respeta, el país progresa; cuando se ignora o la ley se convierte en herramienta de presión política, las fuerzas productivas se paralizan.
Una justicia confiable no implica un poder judicial perfecto, sino uno independiente, transparente y sometido únicamente al imperio de la ley. Requiere jueces profesionales, no militantes; procesos basados en la prueba y no en la conveniencia; sentencias que se cumplan sin necesidad de afinidades políticas. También exige un Estado que se autolimite, que respete la división de poderes, que se abstenga de ocupar espacios privados y que comprenda que su grandeza reside en su capacidad para garantizar la libertad ajena, no en administrarla.
En el ámbito económico, la confianza jurídica también se traduce en seguridad de propiedad. Cuando un país premia el ahorro, la inversión y la creación de riqueza —y no su destrucción— envía la señal correcta a quienes generan empleo y desarrollo. En cambio, la inseguridad jurídica, el intervencionismo arbitrario o la inflación crónica actúan como formas indirectas de expropiación, pues erosionan la riqueza acumulada de los ciudadanos sin compensación. Como señalaba Ludwig von Mises, la propiedad privada no es una condición moral opcional, sino el único mecanismo que permite la coordinación social efectiva en una economía libre.
Por todo lo expuesto, el desarrollo de un país no depende principalmente de sus recursos naturales, de sus gobiernos de turno ni siquiera de su cultura, sino de la fortaleza de su marco jurídico y de su compromiso sostenido con el respeto irrestricto de los derechos individuales. Allí donde impera la ley, donde la justicia es confiable, donde el Gobierno se entiende limitado y donde el ciudadano sabe que lo suyo es suyo, la sociedad avanza. Allí donde ese pacto se rompe, la decadencia deja de ser una posibilidad para convertirse en destino.
En definitiva, el liberalismo no propone una utopía ni un credo abstracto: propone una estructura institucional concreta para que cada ciudadano pueda vivir, trabajar, producir y prosperar sin miedo. El desarrollo es la consecuencia. La justicia confiable, su condición necesaria.
En la Argentina de LLA estas condiciones jurídico-liberales no existen.
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