Por Gabriel Boragina ©
Los resultados electorales de la última votación legislativa corroboran nuestra tesis de la alta volatilidad del electorado argentino y su indefinición ideológica oscilante entre los populismos de izquierda y los de derecha.
Apenas hace un mes, en elecciones provinciales, el triunfo del peronismo resultó contundente. Escasamente un mes después, nuevas elecciones (esta vez a nivel nacional) ratifican el populismo contrario (de derecha) representado por el partido gobernante LLA[1].
Estos resultados contradictorios entre sí, revelan y confirman nuestra tesis que el electorado se vuelca alternativamente hacia la izquierda o hacia la derecha como una forma precaria de compensación de fuerzas, en la errónea creencia que de tal manera se contrabalancean y el resultado final será una suerte de mix o mezcla de ambos de signo positivo.
Tal supuesto es por completo equivocado.
Izquierda y derecha no se compensan mutuamente sino que se anulan entre sí. Lo que hace una es destruido por la otra cuando le toca su turno de gobernar. El resultado es estancamiento situación en la que se encuentra la Argentina desde hace décadas y de la que no sale.
Que la última elección haya preferido la continuidad del populismo de derecha no dice nada sobre su prolongación en el largo plazo y menos aun después de esta experiencia en la que dos elecciones con una diferencia nada más que de treinta días muestren resultados tan dispares y contradictorios como acaba de suceder.
Mas allá de los típicos discursos partidarios triunfalistas que dan por ‘’definitiva’’ toda elección, la experiencia histórica muestra que no hay ciclos irreversibles en la materia, sino que los países (no sólo la Argentina) mutan cíclicamente entre izquierdas y derechas por esa errada creencia: que esa es la manera de compensar las diferencias entre ellas y lograr un equilibrio.
Las naciones (como las personas) no necesitan equilibrio sino progreso, que no es lo mismo. El progreso implica desequilibro, caso contrario se está siempre en el mismo lugar de partida. Y el progreso, siempre hemos sostenido, viene de la mano del liberalismo y no de populismos de uno o de otro signo como existe en la Argentina y en otras partes del mundo también.
De modo tal que, sólo seremos optimistas cuando veamos (en algún futuro no cercano) alguna tendencia liberal en la política, la que en el caso argentino lejos estamos de ello a tenor de los resultados.
Alegrarse del triunfo de uno u otro populismo sobre el restante no es más que lo que se ha denominado como democracia de facciones donde una facción trata de aniquilar a la restante, y es lo que sucede cuando les toca gobernar alternativamente a partidos de una u otra tendencia. En la hora (y en Argentina) reina el populismo de derecha y la facción que gobierna es LLA[2] encabezada por un maniático con aires de déspota y controlado y manejado completamente por su inculta hermana y elevada al rango de alta funcionaria pública en un acto de desvergonzado nepotismo y -como si fuera poco- acusada de actos notorios de corrupción. Es, por lo menos, inmaduro contentarse de esta situación por el sólo hecho de creer que sería peor si gobernara la izquierda.
Nada se puede decir del futuro más que reconocer que en el pasado se han alternado en el poder derecha e izquierda recurrentemente. Y que en el presente sigue sucediendo como acaba de comprobarse. En el mundo pasa igual : en EEUU a Obama le siguió Trump, a Trump Biden, y a este le sucedió nuevamente Trump. En Brasil lo mismo, a Lula le siguió Bolsonaro y a este otra vez Lula. Y en Argentina lo mismo: a los militares le siguió Alfonsín, a este, Menem, a Menem le siguió la izquierda con los Kirchner, luego ‘’la derecha’’ con Macri, después otra vez la izquierda con el dúo Fernández, y ahora, nuevamente, la derecha con LLA.
Cuando hablamos de izquierda y derecha no es porque adherimos ni suscribimos esta clasificación y terminología, sino que usamos solamente las expresiones coloquiales populares que generalmente utiliza la gente común que no hace (ni se preocupa en hacer) disquisiciones profundas, ni estudios sesudos de ciencia política. El vulgo se maneja con esquemas mentales y un vocabulario político hipersimplificados, nunca efectúa profundas elucubraciones ideológicas, ni académicas más allá de las que, a veces, intenta ensayar algún raro periodista.
Lo que sí es realmente preocupante es que ninguna de las escasas tendencias liberales genuinas que se presentaron a competir en la última elección haya cosechado éxitos sino fracasos. Esto es lo verdaderamente angustiante para el pais. La elección pasada ha sido una derrota del liberalismo y un magro vaticinio de lo que puede esperarse en este sentido.
Todo demuestra, a su turno, que muy lejos esta la opinión pública de haber ‘’instalado el debate’’ de las principales cuestiones que aborda el liberalismo, de lo cual el gobierno sólo hace un discurso barato y vacío de contenido.
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