Por Gabriel Boragina ©
El mercado libre puede reconocerse mediante señales, tanto visibles como invisibles.
No se trata de que uno interiormente se sienta libre, sino que socialmente la actividad humana no encuentre restricciones más allá de las que las partes acuerden libremente respetando a terceros.
Es así que, si tengo el dinero y la intención de comprar algo, no haya nada ni nadie que me lo impida, si es que hay otro que tiene la misma intención de venderlo.
Lo anterior, de más está decirlo, aplica a cualquier cosa o servicio que se ofrezca en el mercado.
Claramente, no es lo que sucede en la llamada ‘‘Argentina libertaria’‘ donde, por un lado, el gobierno afirma que existe esa libertad, y por el otro, la vida diaria, el intercambio y el comercio demuestran restricciones por doquier.
Es que no se ha desmontado la pléyade de leyes restrictivas a la libre transacción de bienes y derechos, ni tampoco se ha vuelto al texto originario de la Constitución de la Nación Argentina que desconocía las limitaciones y restricciones que la desafortunada reforma introducida en 1994 significó a las libertades individuales que consagraba el texto originario inspirado en las ideas de Juan B. Alberdi.
La estructura jurídica del país se ha conformado como intervencionista, y esto no solo se ha asentado en sus instituciones sino que el tejido social está impregnado de tales ideas. El diseño proteccionista, tanto del marco legal como económico de la nación, no puede ser revertido por ningún gobierno sino mediante un esfuerzo educativo y cultural de signo contrario que, por el momento, es tan reducido que no hay esperanzas en el corto plazo de su desaparición.
Es que el mercado libre forma parte de una cultura que ha recibido el nombre de liberalismo, y este jamás ha estado dentro de las costumbres argentinas, las que históricamente han pasado (desde su fundación) del colonialismo al caudillismo y, de allí, al populismo etapa esta última en la que (ya sea de derecha o de izquierda) se mantiene.
Si bien una elite ilustrada, de la que formaron parte en distintas épocas Alberdi, Sarmiento, Mitre, Roca y otros, trató de revertir esa cultura, y cada uno de ellos, a su manera, respetó (mal o bien) el texto de la Constitución originaria (1850/1860) no dejó de tratarse de una minoría que, culturalmente, no logró instituir un modo de ser liberal en la población mayoritaria argentina.
El siglo XX fue letal en ese sentido, ya que se importó de Europa el fascismo naciente en 1920 y se consolidó un par de décadas más tarde con el advenimiento de Perón (y el peronismo) cuya nefasta influencia y pervivencia terminó pulverizando los últimos vestigios de republicanismo. Hoy en día sólo se mantiene una fachada del mismo.
El actual gobierno de LLA[1] no ha escapado a esa tendencia y, pese a una encendida campaña con un altisonante discurso de tono libertario, su modo de gobernar se ha adaptado (más pronto que tarde) al estilo populista predominante y -como todo gobierno- favoreciendo a unos en perjuicio de otros, donde entre los primeros están los amigos y entre los segundos los ‘‘enemigos’‘ (reales o ficticios).
Ni el contexto socio cultural al que hicimos referencia arriba, ni las acciones del poder ejecutivo (a pesar de las intenciones solamente declamadas) dan la pauta de un cambio de tendencia hacia formas republicanas, ni liberales, ni -mucho menos- libertarias (lejos de eliminar el Estado se lo consolida y fortalece) y, como ya hemos enfatizado en otras ocasiones, si se sabía de antemano que ello iba a ser asi, no debió engañarse al electorado con una propuesta que ya se conocía (o debía conocerse) previamente que sería irrealizable. Si, por el contrario, se pensó que el ‘‘cambio’‘ sería posible, ello revela una ingenuidad, improvisación, incapacidad e ignorancia del contexto socio cultural en el que se iba a ejercer el poder. Y en cualquier caso (y hasta el momento) el rotundo fracaso de la gestión de LLA en él logro de las metas propuestas en campaña electoral.
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