Accion Humana

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Revista Digital

Improvisación y estancamiento

 


Por Gabriel Boragina ©

Preocupado en su lucha por adquirir poder el gobierno viene incumpliendo una a una las promesas proclamadas durante la campaña electoral.

Es que, como tantas veces hemos dicho, esas promesas solo puedan llevarse a cabo existiendo previamente un amplio consenso liberal social. Claramente dicho consenso nunca existió. Ni antes de las elecciones de diciembre pasado ni mucho menos después.

Ahora el gobierno desea hacer cierta alharaca sobre un supuesto "equilibrio fiscal" presentándolo como una ''conquista espectacular''. Es cierto que el recurrente déficit fiscal que acompaña a la Argentina desde hace décadas es un mal síntoma, y que siempre lo deseable ha sido el equilibro fiscal y no el déficit.

Pero decir que ''conseguido'' el equilibro todos los problemas económicos del país estarían resueltos sería de una ingenuidad mayúscula, especialmente cuando se manejan ciertos conocimientos mínimos de economía.

En primer lugar, el equilibro es positivo cuando es sostenido en el tiempo, es decir durante un periodo ampliamente considerado, lo que no es el caso.

Y en segundo lugar, no es cierto que el equilibrio fiscal solucione todos los problemas económicos. De hecho, el resto de las variables siguen siendo negativas.

Es que lo relevante en cuanto al tema fiscal no es en sí mismo el equilibrio sino el gasto estatal. Si el equilibrio se logra en un contexto de gasto publico alto, no tenemos propiamente nada de que alegrarnos, porque el problema real está en el nivel del gasto.

Un sencillo ejemplo aclarará el tema. No es lo mismo un equilibro fiscal de 10 que otro de 5. Claramente, estarámos mejor en el caso 2 que en el caso 1. Decir que tengo un equilibrio fiscal de 10 (pudiendo tener otro de 5) y que eso es un "logro" o al menos una "buena noticia" es no entender que la buena noticia es bajar el gasto a 5. ¿Por qué? Porque de esa manera solo tendría que recaudar 5 para poder saldar ese gasto. Claro que, sería mucho mejor que el gasto fuera cero, en cuyo caso, no tendría que recaudar nada.

Ufanarse, en cambio, solamente por tener (en un periodo determinado) un equilibrio fiscal con prescindencia de la cuantía del gasto, es no haber entendido una palabra de economía. Porque bastará en el periodo siguiente, ya sea aumentar el gasto o impuestos en distintas proporciones para que volvamos a los desajustes de siempre.

Hay que entender que ambas cosas son negativas, tanto el gasto como el impuesto destinado a sufragar ese gasto. Pero como el gasto es la causa del impuesto está claro que primero debemos enfocar la mira en aquel y luego en este último.

Pero si el gasto baja y el impuesto sube, mucho menos tendríamos de que alegrarnos, tanto como en la situación inversa. Lo que sucede es que, cada vez que sube el gasto también lo hacen los impuestos. Y este es el dilema argentino (y el de otros tantos países). Claro que, ya sabemos que el límite a esto está dado por la curva de Laffer.

Pero más allá de lo anterior, hay que entender que existen dos factores que confluyen para que el gasto tienda a la suba: uno de índole social y otro legal.

El de índole social viene dado por el reclamo de la misma gente de un mayor gasto del estado, sobre todo en los sectores que esa gente considera "prioritarios" (lo que normalmente se traduce en subvenciones o subsidios a determinados grupos, empresas o actividades, etc.)

En tanto, el de índole legal es cuando ese reclamo esta ínsito (expresa o tácitamente) en las leyes mismas de ese estado. En el caso argentino, tuvimos oportunidad de mencionar las diversas cláusulas constitucionales que propenden a dictar legislación que, en los hechos, se traduce en un mayor gasto estatal, especialmente tras la reforma de 1994..

Y se podría aun agregar un tercer elemento: la burocracia estatal que tiende a su propia expansión, lo que significa lógicamente un mayor gasto.

Todo lo anterior se resume en la mentalidad estatista de un pueblo que durante décadas ha cimentado su educación, legislación y hasta su Constitución en las mismas premisas. Eso hace que la conducta del gobierno debe adecuarse a las mismas o resignarse a fracasar.

Ese es el dilema en el que se debate el gobierno argentino. O se resigna a aceptar el sustrato sociocultural imperante que subyace, o, de lo contrario, se ve enfrascado en una lucha titánica constante por cambiar por la fuerza una cultura que aparece profundamente articulada y considerada en un proceso estatista que lleva mucho tiempo y no admite cambios inmediatos.

Sin embargo, sigue en pie el interrogante: ¿hasta qué punto fueron sinceras las promesas de campaña? Es difícil la respuesta. Todo hasta el momento da la impresión de que existe una improvisación y torpeza en cada paso intentado, a la vez que un espíritu autoritario es el que lo domina. Si es así, no hay novedad alguna. Es más de lo mismo que ofrecieron las distintas versiones del peronismo que se turnaron en el gobierno.  

Afortunadamente, o por desgracia, una economía de mercado requiere cambios súbitos para que sus efectos sean ostensibles. Claramente, si fue sincero el discurso de campaña, este gobierno no está ni preparado ni capacitado para ese cambio.

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