Por Gabriel Boragina ©
El liberal no tiene ídolos humanos ni mucho menos mesiánicos.
Lo único que idolatra el liberal es la libertad. No hombres, no mujeres. No ideologías. No ''se alinea'' detrás de nadie, porque dejaría de ser libre y no podría seguir llamándose liberal.
Tampoco admite ser ídolo ni líder de otros, porque dejaría de ser liberal para transformarse en dirigente, director o referente de sus seguidores. El liberal sólo dirige su propia vida nunca las ajenas. No manda a nadie sino sólo a su propia conciencia respetando las que respeten la suya.
La contradicción entre un liberal y un líder surge de las mismas definiciones de los términos, a saber:
‘’Líder. Del inglés leader (guía). Director, jefe o conductor de un partido político, de un grupo social o de otra colectividad (Dic. Acad.)
Liderato o liderazgo. Condición de líder (v.) o ejercicio de sus actividades (Dic. Acad.). Ouviña lo define como “tipo de interacción social que se produce en un grupo humano y por el cual cada individuo adapta su conducta al comportamiento de uno de sus miembros a quien se percibe como conductor o dirigente”. La importancia política del concepto es evidente, como lo son también sus peligros. Por regla general, el conductor o jefe del grupo no nace de la elección de quienes lo integran, sino que, en realidad, el proceso es inverso: el líder se crea a sí mismo, y valiéndose de su inteligencia, de su cultura, de sus dotes oratorias y persuasivas, y aun frecuentemente de su simple osadía, de su inescrupulosidad, de su demagogia, consigue arrastrar a masas de adictos que sirven-de pedestal para su encumbramiento al poder. Por eso, la figura del líder suele confundirse con la del caudillo. Y por eso también, surge con abundancia en las agrupaciones proclives al totalitarismo, sin que quepa desconocer que en algunos países, concretamente Inglaterra, el liderazgo puede tener un significado distinto y orígenes más puros y democráticos. ’’[1]
Es fácil, pues, ver el enorme contraste entre el líder y el liberal.
Y esto es del todo coincidente con un párrafo de una obra del maestro L. v. Mises que he citado muchas veces por su claridad y valor profético me animaría a calificar, y que aquí traeré nuevamente a colación de este tema. Dice así el profesor austriaco:
''No hubo nunca poder político alguno que voluntariamente desistiera de interferir la libre operación y desarrollo de la propiedad privada de los medios de producción. Los gobiernos toleran, en efecto, el derecho dominical de los particulares sólo cuando no tienen otro remedio; jamás admiten voluntariamente su conveniencia social. Hasta los políticos liberales, reconozcámoslo, cuando llegan al poder, relegan a un cierto limbo las ideas que les amamantaron. La tendencia a coartar la propiedad, a abusar del poder y a desconocer la existencia de un sector no sujeto al imperio estatal hállase tan implantada en la mentalidad de quienes controlan el aparato gubernamental de fuerza y coacción que no pueden resistir la tentación de actuar en consecuencia. Hablar de un gobierno liberal, realmente, constituye una contradictio in adjecto. Sólo la presión de unánime opinión pública obliga al gobernante a liberalizar; él jamás, de motu propio, lo haría. ‘‘[2]
Estas palabras escritas en los albores del siglo XX se han visto cumplidas en muchos lugares desde que fueron escritas.
De alguna manera, el poder produce trasformaciones en las personas, y si ese poder es mucho esas mutaciones aparecen como más acusadas.
Otro formidable autor sentenció en el siglo XIX: ''El poder tiende a corromper. El poder absoluto corrompe absolutamente'' (Lord Acton).
Es por ello la contraposición entre el liberal y el poder político, porque decir liberal es decir anti-poder. Y un político sin poder no se diferenciaría de cualquier otra persona, lo que también surge de la definición del término:
‘’Político.
Substantivo. Experto en asuntos de gobierno. | Dirigente o afiliado de un partido político (v.).| Adjetivo. Relativo a la política (v.). ‘’[3]
Como podemos apreciar, surge de nuevo en esta definición el antagonismo con el término liberal. Salvo que con la palabra ''gobierno'' se entienda el de la propia vida (lo que si concatenamos la primer acepción con la segunda advertimos que no es el caso) la conclusión es que el político es el que ha gobernado, está gobernando o aspira a hacerlo algún día, a otros.
Analicemos ahora la segunda acepción del vocablo dada por el diccionario:
''Dirigente o afiliado de un partido político''
Conforme a este sentido, un político -en consecuencia- es quien (como ''Dirigente'') aspira a ejercer el poder (por o para sí) sobre otros (afiliados) o bien, también es un político aquella otra persona (afiliado) que procura mediante su afiliación otorgar el poder al jefe del partido para que lo ejerza sobre el afiliado mismo y por encima del resto de las personas no afiliadas y ni siquiera pertenecientes al partido político cuyo jefe o jefes se procura encumbrar en la cúspide del poder político.
Todo el análisis de esos conceptos y sus definiciones nos alejan (y mucho) de la noción no sólo de liberal sino del liberalismo mismo.
Como enseña L. v. Mises, y la experiencia histórica ha confirmado, ni siquiera los ‘’políticos liberales’’ se han apegado a sus discursos de campaña y, una vez obtenida alguna cuota de poder, han hecho uso de ella y han procurado ampliarla al máximo posible. Es que la fusión de poder político y liberalismo es una combinación de dos elementos antiéticos por definición. Donde –lamentablemente- el primero termina (tarde o temprano) por imponerse sobre el segundo.
Esto sucede porque la sociedad politizada se niega a reconocer que el poder liberal se encuentra atomizado entre los individuos, sean estos conscientes o no de tal hecho.
El liberal es consciente de ello, y por tal motivo se niega a ceder su poder en otros. De allí que, el genuino liberal se representa a sí mismo y no busca ser representado por otro ''liberal''. Y menos aun cuando ese otro ''liberal'' demuestra que no lo es en absoluto, o no lo es del todo.
El único poder liberal válido es el que se entiende por autodeterminación de sí mismo. Por ello, el liberalismo es incompatible con cualquier forma de liderazgo externo.
Menos todavía son admisibles cultos mesiánicos a figuras genuina o fingidamente carismáticas.
¿Que podría o debería esperarse de un jefe o líder ''liberal''? Un dirigente liberal debería imponer normas liberales. Y todo el enunciado es absurdo si algo se ha entendido sobre liberalismo.
Porque -aclarémoslo para quienes todavía no lo entiendan-: cualquier clase de imposición externa es antiliberal.
Esto no impide en absoluto que el liberal opine sobre temas políticos, critique o apoye determinadas políticas o medidas liberales. Es más, esas opiniones y su exposición pública no sólo son deseables sino que muy necesarias para la sociedad. Pero hay que tener claro que opinión no es igual a imposición. Allí se traza la barrera entre ambas.
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