Accion Humana

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Revista Digital

No existe el candidato perfecto

Por Gabriel Boragina ©

 

Los debates giran en torno a tal o cual candidato. Siempre es igual en vísperas de elecciones. Escasean las ideas y mucho más todavía el intercambio de ellas. Hay pocas excepciones, pero el grueso de lo que se lee o escucha es de si fulano es mejor que mengano. Por supuesto que la persona importa, pero lo que la persona hace o dice es el resultado de lo que piensa. Y cuando el candidato dice o promete una cosa pero hizo o hace lo contrario, su verdadero pensamiento es el que plasma en su acción. Y como lo que se piensa son las ideas el debate debería girar en torno a ellas. Sin embargo, las discusiones políticas en Argentina no pasan por este eje. No es que no existan ideas sino que estas, simplemente, no importan a la masa. Y por lo tanto tampoco interesan a los candidatos políticos.

No hay que culpar al electorado de lo anterior. Por lo menos no a esa parte de gente (muy pequeño por cierto) que piensa seriamente. Ocurre que, con demasiada frecuencia, los candidatos cambian de idea o sostienen proyectos o promesas contradictorias. Ante semejantes giros y veletas, es lógico que ese electorado serio, culto y pensante se convierta en parte de esos famosos indecisos que no saben a quién depositarle el voto.

No es fácil decidir cuándo quienes (entre los candidatos) se llaman “liberales” prometen medidas de “justicia social" y los que defienden el populismo aparecen proponiendo recetas de” libre mercado”. ¿A quién creerle? La experiencia indica que a ninguno, pero la práctica en materia política también aparece como un producto altamente devaluado. Tuvimos la vivencia de un gobierno que durante más de una década asoló y devastó económicamente al país, pero tras un breve paréntesis ese mismo pueblo asolado y devastado por ese gobierno lo ha vuelto a elegir para proseguir su obra demoledora. ¿Fraude electoral o simple idiotez colectiva? Carezco de respuesta aunque me consolaría pensar lo primero.

Pero todavía persiste el mito en algunos de buscar al "candidato perfecto" olvidándose que los políticos son seres humanos como cualquiera, con los mismos defectos y virtudes que los demás. Por eso insisto en la importancia de las ideas y no de las personas que portan esas ideas. Porque las personas no están atadas a sus ideas sino que a menudo las cambian y en materia política con más frecuencia que en cualquiera otra. Creo que no hay nada más coyuntural que la política.

Dado que, si se admite que haya candidatos indecisos ¿por qué no se acepta que los políticos vacilen en cuanto a las cosas que pensaron o hicieron antes? Por ello, es un error seguir a fulanito o menganito, y es un acierto seguir la idea tal o cual, según cual sea la que la persona considerara la acertada. Pero en materia política no basta seguir una idea y votar al candidato que dice defenderla sino que se necesita más. Y aquí es donde entran a juzgar otros factores. Estaremos en mejores condiciones de saber a quién votar no solamente si la persona en cuestión defiende las ideas en las que creemos sino que también deberíamos identificar en esa persona estos elementos:

 1) experiencia política

 2) coherencia de ideas

 3) gerenciamiento

 4) liderazgo

 5) decencia

Yo no votaría nunca a quien no le conociera ninguna de estas condiciones.

Pero, volviendo al comienzo ¿por qué los políticos se muestran escasos de ideas en campaña? Las respuestas podrían ser varias, por ejemplo que no las tienen, pero también que el electorado no las demandan. En cualquier caso, las promesas son de “más bienestar para todos”. Esto -puede decirse- es una constante en cualquier campaña política y, probablemente, que en cualquier país. ¿Qué político aspiraría a ganar elecciones si prometería al votante que si triunfa va a estar peor que si perdiera?

De cualquier manera, prometer el “bienestar general” es de imposible cumplimiento (lo sepa el promitente o no) porque implicaría suponer que el bienestar es para todas las personas el mismo, lo que no es cierto, porque el bienestar de cada uno es diferente al del otro. Y aunque en algunos pocos puntos pudieran coincidir temporalmente, ello se diluye cuando se trata del bienestar de millones de personas disimiles.

¿Cómo saber que es concretamente lo que cada uno necesita? El bienestar de Juan no es el de Pedro, por eso prometerles lo mismo a ambos es una utopía (y una tremenda ingenuidad de Juan y de Pedro si creyeran que el candidato que votan confiando en aquella les cumplirá la promesa). Más allá de que aun el candidato fuera verdaderamente bienintencionado, materialmente nunca podría cumplir con esa promesa, por mucho que fuera la buena fe con la que la hace.

Existe un mito por el cual el político -por el sólo hecho de ser político- está ya de por si capacitado para -llegado al poder- producir la felicidad de “todo el mundo”. Es más, hay una especie de acuerdo tácito en la sociedad en que este es “su deber”. Lo dicho parece ser un resabio de la época monárquica y la célebre doctrina del poder divino de los reyes que fuera indiscutible hace apenas un poco más de dos siglos, pero trasladado ahora a todo político. Este mito desconoce lo que ya señalamos muchas veces: que el político es un ser humano con las mismas apetencias, virtudes, defectos y debilidades que las que posee cualquiera de nosotros. Y también con sus ambiciones personales, las que no son ni malas ni buenas, excepto por la tentación que el poder provoca en aquellos que acceden a el de abusar del mismo para su beneficio personal perjudicando a los demás. En el político electo particularmente grave, porque se le confiere dominio sobre las haciendas y propiedades ajenas.

No necesariamente con esto indico que todo político sea deshonesto. Sino que aun sea el más decente de todos puede cometer errores, ser imperito y dañar el patrimonio ajeno o los derechos de otros. El daño en tal caso será el mismo de que si lo hiciera adrede. Lo único que cambiaría seria la motivación. Sin duda es peor moral y jurídicamente el perjuicio a los demás cuando es deliberado. Pero cuantitativamente, ya sea por corrupto, o por ignorante o imperito, en ambos casos el político está perjudicando a la comunidad y no debe ocupar ese lugar.

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