Por Gabriel Boragina ©
Hoy en día, resulta prácticamente indiscutible la
necesidad de las llamadas políticas públicas que alientan el denominado "gasto
social". Es más, hasta se considera políticamente incorrecto cuestionar, o
siquiera insinuar hacerlo, la implementación de medidas asistenciales como
parte del programa de cualquier partido político. Aunque la cuestión parezca
moderna o reciente, lamentablemente no lo es, habida cuenta que tal supuesta
necesidad se ha planteado, y se lo viene haciendo, desde que el mariscal Otto
von Bismarck instituyera lo que hoy se conoce como el "estado benefactor"
o de "bienestar", allá ya en el lejano siglo XIX. Ni siquiera los
rotulados países "desarrollados" han escapado a la tendencia de sus
gobiernos a instrumentar políticas asistenciales. En los EEUU (que normalmente
se tienen –erróneamente- como el paradigma del liberalismo y de una economía
capitalista) esta tendencia fue muy fuerte desde las décadas de los 50´y
60´hasta nuestros días. Los planes "sociales" organizados por el gobierno
americano fueron cada vez más intensos, más amplios, y demandaron, con el
tiempo, menos requisitos para ser admitidos en ellos:
"El resultado
ha sido una continua simplificación de los requerimientos de elegibilidad, una
reducción de los trámites burocráticos y la desaparición de los requisitos (de
residencia, trabajo, e incluso ingresos) para obtener un subsidio por
desempleo. A cualquiera que se anime siquiera a sugerir que a los beneficiarios
del asistencialismo debería requerírseles que acepten un empleo y abandonen el
sistema se lo considera un reaccionario, un leproso moral. Y como ya casi ha
desaparecido el antiguo estigma, la gente tiende cada vez más a pasar
rápidamente al régimen asistencial en lugar de salir de él."[1]
Rothbard alude a los desincentivos, de los cuales
"El más importante de ellos ha sido siempre el estigma que significaba
para toda persona el subsidio a la desocupación, que la hacía sentir que vivía
parasitariamente a expensas de la producción en lugar de contribuir a ella"[2].
Al desparecer este estigma, y al mismo tiempo, al incrementarse la oferta de
planes "sociales" por parte del gobierno central, se iban creando
otros alicientes que son los señalados en la cita. En otras palabras, el
gobierno -y toda una cultura creada por los defensores de los sistemas
socialistas- impulsaron la tendencia de la gente a demandar del sistema
político subvenciones al desempleo (primero) y a la pobreza (después), al
unísono que promovían estímulos para permanecer en dichas situaciones de
inactividad laboral y carencia, dado que -de todas maneras- tanto el
desempleado como el indigente estaban conscientes que, en cualquier momento,
podían acudir a las autoridades para requerir ayuda económica, o -en el peor de
los casos- esas mismas autoridades iban a ofrecérselas, porque además de ser lo
políticamente correcto, consistía en un mecanismo idóneo para adquirir popularidad
política, y en última instancia, los votos necesarios para acceder al poder.
"Irving Kristol escribió cáusticamente
acerca de la "explosión del asistencialismo" de la década de 1960: Esta
"explosión" fue creada, en parte de manera intencional, y en una
mayor parte en forma inconsciente, por funcionarios y empleados públicos que
llevaban a cabo políticas públicas en relación con una "Guerra contra la
Pobreza". Y estas políticas fueron defendidas y promulgadas por muchas de
las mismas personas que luego se mostraron perplejas ante la "explosión
del asistencialismo". No es sorprendente que tardaran en darse cuenta de
que el problema que intentaban resolver era el mismo que habían creado. "[3]
La situación que se describe en la cita guarda un
notable paralelismo con el mundo de nuestros días y -con particularidad- en
nuestra región, donde esos mismos planes "sociales" (y otros de la
más variada naturaleza, pero que -en esencia- se sustentan todos ellos en común
en la teoría sacrosanta del redistribucionismo)
han sido abundantes en las últimas décadas, y aun hoy en día se consideran
prácticamente incuestionable su vigencia y permanencia. Dos factores son los
que sobresalen, y que se desprenden del texto entrecomilladlo: 1) en principio,
se alude a que de manera consciente los funcionarios públicos promovieron las
políticas asistenciales, quizás creyendo de buena fe que las mismas
beneficiarían a sus destinatarios. En otras palabras, parece indicarse en esos
promotores una suerte de buenas intenciones al amparo de una cierta ignorancia
económica respecto de los resultados que tales programas derivarían, el más
importante de ellos la "explosión" mencionada. Hoy en día, si bien
esa ignorancia persiste, no hay que dejar de lado el hecho cierto de que muchos
funcionarios -por experiencia- ya conocen las secuelas funestas de las
políticas "sociales", pero aun así las promueven y mantienen de mala
fe a sabiendas de sus nocivos efectos para las masas desposeídas.
"He aquí [...]
las razones que hay detrás de la "explosión del asistencialismo" en
la década del 60:
1. El número de
pobres que son elegibles para la asistencia social aumenta a medida que se
amplía el alcance de las definiciones oficiales de "pobreza" y
"necesidad". Esto fue lo que hizo la Guerra contra la Pobreza; la
consecuencia fue, automáticamente, un aumento en el número de "personas
elegibles". "
2. El número de
personas pobres elegibles que actualmente solicitan asistencia social crecerá a
medida que aumenten los beneficios de la asistencia como lo hicieron a lo largo
de la década de 1960—. Cuando los pagos de beneficencia (y los beneficios
asociados, como Medicaid y los vales para alimentos) compiten con los salarios
bajos, muchas personas pobres preferirán, racionalmente, recibir la
beneficencia. Hoy en día, en la ciudad de Nueva York, como en muchas otras
grandes ciudades, los beneficios del asistencialismo no sólo compiten con los
salarios bajos, sino que los superan.
3. El rechazo de
aquellos realmente elegibles para recibir asistencia social -un rechazo basado
en el orgullo, la ignorancia o el temor- disminuirá si se instituye cualquier
campaña organizada para "reclutarlos". En la década del 60 fue
lanzada exitosamente una campaña semejante por a) varias organizaciones
comunitarias auspiciadas y financiadas por la Oficina de Oportunidad Económica
(Office of Economic Opportunity), b) el Movimiento de Derechos al Bienestar
Público (Welfare Rights Movement) y c) la profesión del trabajo social, en la
que ahora había numerosos graduados universitarios que consideraban un deber
moral ayudar a la gente a recibir asistencia social, en lugar de ayudarla a
abandonar el régimen de beneficencia. Además, las cortes de justicia cooperaron
allanando varios obstáculos legales (por ejemplo, los requerimientos relativos
a la residencia) [...]. "[4]
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